Calíope se despista y, por un momento, sigue la estela que ha visto pasar por el rabillo del ojo. Blanca y plateada dibuja ondas en el aire, danzando con el viento de forma coqueta y sinuosa, dejándose llevar y a la vez marcando el ritmo. Gira la cabeza y la sigue, sorteando coches y peatones, paseantes muy rápidos o demasiado lentos que no se percatan de su presencia.
Un salto, dos saltos; como Alicia persiguiendo al Conejo Blanco antes de caer por la madriguera, como Dorothy caminando sobre baldosas amarillas en busca del Mago de Oz. Comienza a sentir las gotas que empapan su rostro, ¿dónde dejó su paraguas? No importa, el fulgor danzante la tienta, la llama, le pide que vaya con él. Gira una esquina, y todo se vuelve cada vez más gris, resaltando sólo la plata de las ondas oníricas. Salen de la cabeza de alguien, éso es seguro.
Corre, esquiva, comienza a llover con fuerza y los rayos iluminan el cielo. El blanco la ciega, pero no es el blanco de la electricidad celestial, es otro tipo de fuerza divina.
Sobre una fuente, brazos abiertos, extiende sus alas y deja que el viento se lleve un millón de plumas. Algunas se aferran a su cabello, abrazándolo para no dejarlo jamás. Polvo de estrellas, polvo de hadas que salpica sus ojos ante el espectáculo de Arcadia y le incita a acercarse, a tomar su mano y a volar. Ante su cercanía, la mira, sonríe; y Calíope le devuelve la sonrisa para iluminar si cabe más el cielo relampagueante. La invita a que bailen juntos, lejos de las miradas de los humanos... Un pestañeo, a través del espejo... Vuelan lejos del suelo, un poco más cerca del sol.
Ha pasado un ángel, ¿lo viste tú?